Cada vez intento hacer puzzles más grandes. Es una evidencia, si hace 5 años no pasaban de divertimentos de esos que no llegan a 100 piezas, hoy en día he afrontado verdaderas obras de arte, de esas de 1000 en adelante, de tamaños que tiempo atrás sonaban a imposible.
Pero siempre, cuando estoy cerca de acabarlos, aparece algo que desordena las piezas. Me rompen lo hecho y me obligan a volver a empezar. Es un momento extraño en el que lo habitual es cabrearse, llorar por el trabajo perdido, y echar las culpas en ese algo o ese alguien que ha decidido que tengas que volver a empezar.
Yo prefiero asumir el reto. Si no he podido acabar este, lo haré con otros. Algún puzzle debo acabar antes que el destino siga jugando con mis ilusiones.
Y sino, que quede el recuerdo de lo mucho y bueno que fue jugar a construir algo. Porque quizá toca asumir que soy un simple constructor de puzzles que después otros verán colgados en sus paredes. Y eso, en realidad, me gusta.
Otra sala de espera. Una más en demasiado poco tiempo.
Hoy la mala y la buena suerte se habían citado a la misma hora. Combate a cara de perro. Un grito alertó del peligro, un brazo salvó del impacto y la buena suerte dejó el lugar con una sonrisa propia de las vencedoras.
Me alegro de su victoria, aunque el drama haya estado cerca.