Pensaba que hacer la mili hace mil años y haber estado 4 meses en República Dominicana adoptando a mi hija habían llevado mi paciencia a un nivel sobresaliente contra el que nada ni nadie podía competir.
Como (casi) siempre, estaba equivocado.
Se cumplen hoy 22 días de confinamiento en casa, rotos por 3 salidas a comprar fruta y verduras y algunas subidas a la azotea del bloque que, al ser compartido sólo por 3 familias, no parece excesivamente peligroso.
Fuera los datos siguen mal y las perspectivas no parecen muy positivas. Es flipante porque un día lo ves todo bien y al día siguiente todo mal. Ver sólo paredes imagino que afecta a la mente de una manera desconocida. En la mili venía a casa cada fin de semana. En Dominicana salíamos, veíamos la playa, la piscina y el parque de un columpio. Era poco, pero era más que ahora.
La lucha, además de propia, es con una pequeña de 7 años que no entiende su rabia y sus sentimientos y que lo está pasando peor que nadie. A pesar de eso, sumamos muchos buenos momentos, las clases diarias, el estar en contacto constante, comer siempre juntos, estar siempre juntos, … Ella no lo sabe, pero podría ser mucho peor. Ella no lo sabe, pero lo hacemos lo mejor que podemos y sabemos.
Llega el fin de semana y con él, una relativa tranquilidad y un poco de descanso. Nos quedan 6 botellas de vino que queremos que sean una para cada fin de semana que nos quede. Quizá saldremos antes, quizá saldremos después. Mola que nadie sepa nada pero todo el mundo quiera decir la suya.
Yo sigo perdido. Pero sigo aquí.
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