12.05pm. Diciembre. Boddnath, Kathmandú. Nepal. El Sol ha asomado por encima de los imponentes Annapurnas, cómo si esa fuera una tarea fácil. Decenas de tibetanos dan vueltas a la stupa en completo silencio. Cruzan miradas cargadas de comprensión. Creo que sonríen. Se oyen sus pasos rasgando un suelo que se rompió en mil pedazos. El girar de sus ruedas de oración, a ratos veloces, a ratos lentas como el tiempo. Las campanas chocan entre sí y a mi lado, de la mano, la mujer que da sentido a mi viaje y la pequeña que cruzó el mundo para salvarme del caos. Y suena “Detachment”.
Siento que he conseguido alejarme de aquello que no necesitaba: occidente, la ciudad, sus urgencias, los miedos. No hay mejor banda sonora posible. Astralia juegan con el reloj a su antojo. Paran el tiempo. Tu mente, tus sueños, tú. Son la música que suena en la mejor de tus meditaciones. 3 músicos sin prisas que decidieron no correr. “Solstice” es una obra maestra creada desde la humildad, desde el trabajo profundo, desde la verdad. Un viaje hacia la luz que despierta sentidos que creíamos olvidados. Ocultos. Un disco grabado con mimo y cuidando cada detalle, dónde cada frecuencia remueve un órgano de tu cuerpo, dónde cada nota ha sido pensada una y mil veces, dónde cada canción se hace imprescindible para entender el sentido del disco. Dónde todo es necesario.
Acabo mi café en el Flavors, mientras miro a Puja hablarme con los ojos y sentir los rayos de vida. Al pasar el umbral que da acceso a la plaza, con un escalofrío, miro hacia arriba y siento la herida que dejó el terremoto en la stupa como si fuera mía. Sé que sólo el Sol puede curarnos. Sé que “Solstice” ya lo está haciendo.